La novela experimental
La novela española de los sesenta
estuvo marcada por el experimentalismo, cuyas causas principales fueron el
agotamiento de la novela social y la incapacidad de la técnica realista para
dar cuenta de la transformación de la sociedad.
De forma
similar a la evolución de la lírica, durante los años sesenta decae el realismo
social en la narrativa. Se desarrolla entonces la novela experimental,
denominada así porque busca nuevas técnicas y formas de expresión. A este
cambio colaboró la difusión en esos años de la obra de autores europeos y
norteamericanos (Marcel Proust, James Joyce, Franz Kafka y William Faulkner) y
el éxito de la narrativa hispanoamericana conocido como el boom. A estos nuevos
caminos de la novela se incorporan escritores ya consagrados en la década
precedente.
En la
narrativa experimental de los años sesenta, el argumento se diluye o pasa a un
segundo término; lo que interesa es jugar con la forma del relato, alterando de
diversas maneras su estructura y lenguaje. Este experimentalismo hace variar la
función del lector, que ahora participa activamente en la interpretación de la
obra.
La novela
experimental presenta, entre otras, las siguientes características:
- Multiplicidad de puntos de vista mediante la alternancia de las voces de los personajes y del narrador. Se incorpora el uso de la segunda persona narrativa (que puede ir dirigida a un interlocutor o al propio narrador), se emplea el estilo indirecto libre, el monólogo interior o corriente de conciencia...
- Destrucción de la linealidad temporal del relato, con técnicas como el flash-back, que recupera hechos pasados, o la anticipación, que adelanta acontecimientos futuros.
- Tratamiento innovador del lenguaje, que se manifiesta a menudo en la ruptura de la lógica y de la sintaxis o en la recuperación de los juegos tipográficos vanguardistas.
- La estructura externa se aparta con frecuencia de la división tradicional de la novela en capítulos. A menudo se emplean secuencias separadas por espacios en blanco o, incluso, no se interrumpe el discurso. Con respecto a la estructura interna, se emplean diversas técnicas, como el contrapunto (combinación e interrelación de diversas historias), el planteamiento estructural abierto (la novela no consta de desenlace), etc.
Entre las
obras señeras de esta tendencia cabe destacar Tiempo de silencio, de
Luis Martín- Santos (Larache 1924-Vitoria 1964) y Cinco horas con Mario,
de Miguel Delibes (Valladolid 1920-2010)
Tiempo de
silencio marcó la
ruptura con el realismo y con la novela social. Sus innovaciones formales se
reflejan en la extraordinaria riqueza de técnicas narrativas y de registros
lingüísticos. El protagonista de Tiempo de silencio es Pedro, un médico
que vive en Madrid y se dedica a la investigación del cáncer. Pedro es detenido
a causa de un aborto clandestino en el que se ha visto involucrado. Y aunque
finalmente se descubre su inocencia, pierde su trabajo y decide abandonar la ciudad.
La obra va desvelando, a través de la ironía y el distanciamiento, las miserias
de todos los círculos sociales en los que se desenvuelve el protagonista: los
intelectuales, la clase alta, la pequeña burguesía, los marginados...
La novela
supone una auténtica renovación del género. El autor emplea técnicas como el
monólogo interior, en el que los personajes expresan sus pensamientos y
sentimientos de forma libre, no controlada por la conciencia. También
experimenta con el lenguaje alternando estilos muy distintos que, a menudo,
contrastan con el tema o el ambiente. La descripción de unas chabolas, por
ejemplo, se realiza en un tono grandilocuente, propio de los géneros literarios
más elevados. Con este contraste paródico, el autor busca poner de relieve el
sinsentido de la existencia que llevan los personajes y la sordidez que
envuelve a la sociedad española.
Cinco horas
con Mario representa
la incorporación de Miguel Delibes a la corriente renovadora. La obra reproduce
el monólogo de Carmen mientras vela el cuerpo de su esposo, Mario. En realidad,
el texto enfrenta dos ideologías: una visión conservadora y convencional,
encarnada en Carmen; y una visión liberal e idealista, representada por Mario.
En esta obra el autor consigue persuadir al lector de la frivolidad e
inconsistencia de las ideas de Carmen valiéndose precisamente del propio
discurso de esta.
La corriente positivista en la literatura experimental.
El Positivismo es una corriente o escuela filosófica que afirma que el único conocimiento auténtico es el conocimiento científico, y que tal conocimiento solamente puede surgir de la afirmación de las teorías a través del método científico. El positivismo deriva de la epistemología que surge en Francia a inicios del siglo XIX de la mano del pensador francés Augusto Comte y del británico John Stuart Mill y se extiende y desarrolla por el resto de Europa en la segunda mitad de dicho siglo. Según esta escuela, todas las actividades filosóficas y científicas deben efectuarse únicamente en el marco del análisis de los hechos reales verificados por la experiencia.
Esta epistemología surge como manera de legitimar el estudio científico naturalista del ser humano, tanto individual como colectivamente. Según distintas versiones, la necesidad de estudiar científicamente al ser humano nace debido a la experiencia sin parangón que fue la Revolución francesa, que obligó por primera vez a ver a la sociedad y al individuo como objetos de estudio científico.
1.
LA MÁQUINA DE SENTIR
El
relato de Camilo H. Huergo, autor inventado de un
relato
inventado, verifica que el hijo del protagonista,
despojado
de visión, de habla y de audición, seguirá des-
terrado
en “un altillo abandonado lleno de máquinas”.
(Los
inmortales de Adolfo Bioy Casares).
Narrar
es hacer ver, hacer sentir, hacer oler; estas
organizaciones
producen la fundamentación de la
narración,
son imágenes que presiden la narración
de
los últimos cien años, pero quizá sea posible se-
ñalar
el predominio de una de ellas en ciertas es-
tructuras
narrativas que, en algunos, regulan el re-
lato.
Como todos sabemos, es Proust en la narra-
ción
contemporánea donde sobresale quintaesen-
ciada
la atmósfera que preside lo que podemos de-
nominar
la aireación del texto, texto airoso donde
el
perfume, el olor de las lilas o la reminiscencia del
olor
de la magdalena mojada en el té de Celeste, o
las
vibraciones de la temperatura en la arena de Bal-
bec,
o en la conmoción de la sonoridad de las sona-
tas
de Vinteuil, es donde se confunden todas las
sensaciones
auditivas, olfativas, perceptivas de la
narración
actual.
Pero
en otros autores, la percepción visual, aquella
que
quizá estuvo precedida por los instrumentos
ópticos
—la óptica como instrumento dirigió la
vista
errátil del sujeto hacia los objetos privilegia-
dos,
ya sea en las estrellas (astronomía y astrofísica),
o
hacia las profundidades terrestres (las grutas y pa-
sajes
y el interior de los volcanes, una espeleología
y
una centellografía del mapa interno de la tierra en
Verne,
en Maupassant, en Borges) y en las profun-
didades
abismales de las ciudades (Cortázar, Sába-
to),
o en los ámbitos extraterritoriales como la pe-
nínsula,
como la isla, como el piélago terrestre, o en
los
archipiélagos, como en Defoe, como en H. G.
Wells,
como en Bioy Casares)—; en todos ellos se
combinan
los mandatos narrativos fundamentales:
hacer
ver, hacer oír, hacer sentir, apoyados en man-
datos
perceptivos exigentes, la fe perceptiva (creo en
lo
que vi), la sujeción de la audición (pero si yo mis -
mo
lo escuché), que desaloja la precariedad de la au-
tenticidad
de la abducción de los otros, y la sumi-
sión
a la empiria de los sentidos (yo lo siento así ) que
confirmaría
todas nuestras transacciones con el
mundo
y con los otros sujetos, verdaderas coartadas
corporales
frente al razonamiento del intelecto.
La
narración de Bioy Casares, siguiendo una larga
tradición,
intenta, y lo logra, organizar un delirio
óptico
con todas las formulaciones que una narra-
ción
de la vista puede alcanzar en la contempora-
neidad.
Cuando Verne quería hacernos ver, sólo
contaba
con la óptica de la época, y con su imagen
científica,
cuando la novela visionaria con residuos
góticos
de los escritores fantásticos franceses (Bar-
bey
d’Aurevilly o Théophile Gautier) proponían
profundizar
con el escalpelo de sus fantasías las zo-
nas
irredentas de la otra escena (fantasma gótico,
pero
sobre todo, el doblado de la teatralidad huma-
na,
el Doppelgänger, la duplicidad, el otro y el mis-
mo,
la escisión primera de la que se da cuenta con
la
teoría del clivaje yoica), o cuando la así llamada
escuela
realista atisba en las pasiones reales e irrea-
les
del hombre (Zola, Daudet, los del alma alema-
na,
Tieck, Heine), no tenían a su alcance la inven-
ción
mecanicista de que es tributario Bioy Casares,
que
van desde el remoto pasado hasta las “invencio-
nes”
del momento: teléfono, grabador, máquinas
eléctricas,
máquinas de reproducción, máquinas de
invención
y maquinarias de transformación que
permitirán
con mayor claridad enfocar el encuadre,
el
relieve, la perspectiva de los personajes y acciden-
tes
que deambulan en los textos.
En
la Edad Media, las artes mecánicas (ars mecha -
nica)
eran un arte inferior y subordinado, sustitu-
yendo
y renegando de las invenciones clásicas que
alimentaron
la imaginación de los griegos y roma-
nos,
del autor, e incluso del lector? ¿La reiteración
constante
de las mareas desequilibradas es la ima-
gen
de la reiteración o la réplica de la imagen?
¿Faustine
es una replicante de lo mismo o la inven-
ción
reiterada de la imaginación afiebrada del na-
rrador?
El relato nunca lo decidirá. El objeto amo-
roso
del narrador es siempre el mismo como meca-
nismo
repetitivo de la paranoia celotípica. Todo
objeto
amoroso, en el límite de la pasión, es siem-
pre
pura efigie.
Psicológicamente
se dice, el mecanismo de la men-
te,
el mecanismo de la razón, el mecanismo del es-
píritu,
para dar cuenta del sistema operativo de las
funciones,
lo que implicaría dos categorías: la ener-
gía
y la fuerza motriz —la máquina del Viajero en
el
Tiempo de Wells es una simple construcción de
engranajes
y poleas, pero tiene un instrumento si-
multáneamente
primitivo y sofisticado—: la palan-
ca
que engrana dos términos filosóficos: la potencia
como
causa y la energía como fuerza. De dónde
proviene
la energía de la aparición de Faustine, ¿de
su
calidad de “spectrum” o de la proyección imagi-
naria
del narrador?
La
invención de Morel es la reproducción, en el sen-
tido
técnico, de La máquina del tiempo de H. G.
Wells.
Reproduce la dinámica y reproduce la in-
vención,
reproduce el ansia mecánica del mecanis-
mo:
inventar una máquina que pueda transportar
por
el pasado relatando la imagen, y por el futuro
inventado
en la ficción. Pero aquella máquina que
poseía
el Viajero del Tiempo de Wells ahora apare-
ce
con una máquina de hacer ver creada por la cien-
cia
fantasmagórica, aquel arte de hacer aparecer es-
pectros
o fantasmas por ilusiones ópticas. Debemos
entrar
al museo de ilusiones de la lamparoscopía.
Aquella
máquina recordada por Borges y por Bioy
de
Atanasius Kitchner, la “máquina catóptrica” que
antes
de la “linterna mágica” o “fantascopía” hacía
emerger
la realidad, creando, vengativamente en
contra
de los dioses, figuras tan reales como los
hombres
mismos.
La
sombra siempre dio origen a susceptibilidades
con
respecto a la realidad. La sombra siempre es
sospechosa:
ambigua entre la noche y el día, entre
lo
diáfano y lo impuro, entre el arte de la luz y el
arte
magno de la alucinación, a mitad de camino
entre
la adhesión o la negación en el discurso lógi-
co
del lector que se entrega a la lectura de ficciones
inventadas.
Cuando suspende la lectura, quizá para
reflexionar,
quizá para descansar de todos los ata-
nos.
La desconfianza de la religión a los artefactos
mecánicos
provendría de los efectos imitativos en
dos
secuencias: se podía imaginar una fuerza, una
potencia
ilimitada y autogeneradora sólo atribuible
a
Dios, el inengenerado y causa de Sí Mismo (cau -
sa
sui) y la posibilidad de rivalizar con la Mecánica
Universal,
la Naturaleza como verdadera y produc-
tora.
La simulación artificial de la vida, del existen-
te humano, provocó horror y pavor. Sin embargo,
todos lo sabemos, que la imaginación del hombre
es un motor inspirado para producir las invencio-
nes más fantásticas, sobre todo en el campo de la
reproducción, ya sea arqueología, estatuaria, mecá-
nica o cibernética.
Si
la pregunta primera es cómo imitar la vida, la se-
gunda
es cómo imitar el cuerpo que da cuenta de
esa
vida, como corpóreo o materia fluida, oponién-
dose
a los “incorporales” como simulacro, con un
“fantasma
en perpetuo devenir”, las personas y los
personajes
fantasmáticos son ellos y otra cosa. El
cuerpo
de Faustine es simultáneamente cuerpo e
imagen,
cuerpo y cuerpo fotografiado, cuerpo cor-
póreo
que deviene cuerpo cinético, incorporado a
una
realidad filmada para siempre en la imagina-
ción,
cuerpo incorruptible: la lucha entre lo inco-
rruptible
y la corrupción, entre la imagen eterna y
la
desaparición, entre la extensión y la intensión,
entre
lo continuo y lo fractal, entre el instante fugi-
tivo
y la fijeza de la inmortalidad. ¿La máquina de
Morel
es un intento de eternizar el instante en la re-
petición
proustiana de la memoria o es la tentación
aventurada
de fijar la irrealización corporal de la
duración
fugaz del momento? El tiempo de las ma-
reas
inestables, como lo señala el narrador, es el
eterno
retorno isócrono de lo puramente natural
pero
al mismo tiempo la fugacidad de lo irrepeti-
ble.
Toda máquina está sujeta, aviesamente, como
la
máquina humana, a un desperfecto.
El
enigma que debe resolver el narrador personaje
es
dilucidar si el cuerpo de Faustine es corpóreo o
incorpóreo.
La atracción física es palpable: el narra-
dor
quiere sentirla, verla, olerla, tocarla, pero algo
de
la intangibilidad de la forma lo detiene, algo de
la
repetición de los gestos lo paraliza y enmudece:
las
palabras que oirá serán siempre las mismas, las
músicas
son irrefrenablemente las mismas y super-
ficiales
melodías, incursionando en otro nivel: ¿el
fantasma
de Faustine es una fantasmatización con-
tradictoriamente
real o un fantasma “inventado”
para
la consolación del narrador o quizá, y por qué
vías
de la imaginación, la invención de Morel apa-
rece
tanto como una alucinación del personaje-na-
rrador-protagonista,
el declarado fugitivo, y el tex-
to
no deja de reiterarlo, o como invención retórica
deslumbrante
de una máquina que nos lleva al pa-
sado
donde releeremos a Raimundo Lull o quizá,
más
allá, a la caverna platónica, o hacia el futuro de
la
resurrección, en tanto la máquina de Morel pue-
de
ser interpretada como una “máquina de resuci-
tar”
o como una “máquina de transposición” entre
lo
real y lo virtual, entre lo fugaz y lo permanente,
y
al nivel de la verificación, entre la creencia y la no
creencia.
Wells alimenta la insoportable relación
entre
lo posible y lo imposible, y si La máquina del
Tiempo
es una realidad científica, sus viajes no lo
son.
Si la relatividad, decimos, la relación entre
tiempo
y espacio einsteiniano, debe ser sostenida
con
respecto al tiempo de Aristóteles y al tiempo
mecánico
de Newton como tiempo orgánico y sub-
jetivo,
mientras que en Einstein está vinculado al
campo
electromagnético y al campo nuclear y sólo
es
referible, o mejor, relativo, al espacio. Pero el
enigma
del tiempo-espacio sigue existiendo. Las
paradojas
de Epiménides el mentiroso y de Aquiles
y
la Tortuga (Borges), dejan de ser motivo de refle-
xión
(premisas, ensayismo, discusiones, reflexiones,
exámenes,
técnicas retóricas borgianas) para edifi-
car
el armazón —y para ser fiel a Bioy debiera lla-
marlo
“dispositivo”— donde se cristalizan los rela-
tos
más conspicuos de Adolfo Bioy Casares.
Más
allá del tiempo cosmogónico, el tiempo calen-
dario
(el de los almanaques, de las efemérides, de
los
husos horarios), el tiempo de los relojes, el tiem-
po
contenido en máquinas rutinarias, que originan
los
sucesores y los sucedidos alimentan el tiempo
vacío
de una narración. El relato de la religión fan-
tasmática
del siglo XVIII originó la creación de má-
quinas
que contaban el tiempo pero en los registros
de
la frecuencia (repetición) y en la continuidad
(reiteración).
¿Cómo marcar el paso del tiempo en
un
espacio determinado? La fabulación de los lla-
mados
“relojes de misterio” (misterio que todavía
hoy
no he llegado a desentrañar a pesar de mis in-
vestigaciones
en museos y bibliotecas españolas),
son
la fuente de inspiración de Hoffmann y al mis-
mo
tiempo el enigma de su movimiento; como ex-
tremos
posibles de una “fabricación” del tiempo en
donde
se alojan el espacio y el espaciamiento de la
invención
del “misterio mecánico de la vida”