Lo trágico en la literatura
La tragedia
es la voz pasiva de la literatura
Manuel
E. Cimadamore
Introducción
Si pensamos en la palabra tragedia,
inmediatamente se nos vienen a la mente ideas tales como catástrofe, muerte,
desgracia, dolor, infortunio y otras de similar negatividad. Eso nos lleva a
una primera fácil conclusión: lo trágico
está asociado a algo indeseable, a algo negativo, nefasto incluso.
Situaciones más o menos habituales (medios de comunicación por medio) a las que
se les aplica ligeramente esta palabra son: incendios, accidentes
automovilísticos, tornados, muertes múltiples, muertes por “casualidad”, etc.
Esto nos acerca a una segunda y menos obvia conclusión: lo trágico está asociado a lo que ocurre “más allá” de la mano del
hombre, involuntariamente, producto
de fuerzas externas, ajeno a la manipulación humana. Por otra parte, y
camino a una tercera precisión, notemos que los episodios a los que llamaríamos
trágicos, eximen de responsabilidad al hombre. Un tornado, un incendio
involuntario, un accidente, todos, a priori, exceden el radio de control
inmediato de los sujetos. (Notemos que si un accidente es a causa de la
imprudencia del conductor, preferiblemente se hablaría de negligencia y no de
tragedia). Es aquí donde cabría detenerse a observar el alcance y las
posibilidades del concepto junto con sus implicancias ideológicas.
Si lo trágico excede a la voluntad
pero también al control de los sujetos, el suceso trágico no conlleva
responsabilidad ni culpa para nadie. Dicho de otro modo: las tragedias no
tienen culpables. Y es acá en donde el término se vuelve poco inocente a la
hora de calificar una desgracia. Si, pongamos por caso, la aciaga noche de
Cromagnon fue una tragedia, entonces, voluntaria o involuntariamente estamos
liberando de culpa y cargo a cualquier posible responsable. Si, en cambio,
hablamos de la masacre de Cromagnon, entonces estaremos suponiendo
que no sólo hubo responsables sino también culpables e incluso, lo cual parece
menos probable, malicia.
¿Haití
fue una tragedia? Y el mismo debate puede caber. Factores como la pobreza, la
precariedad, el desamparo, la indiferencia, etc., sin duda no están fuera de la
responsabilidad humana y también sin duda fueron coautores de la devastación.
Por supuesto, también cabría evaluar las causales del terremoto, aunque estos
factores son menos claramente identificables o atribuibles.
Sin
meternos en los debates, importa aquí atender a los alcances del concepto de
tragedia. Si pudiéramos arrimarnos a una definición, diríamos que se trata
de un episodio infausto, desgraciado, doloroso o terrible producido por
fuerzas relativamente ajenas a la voluntad humana y que por ello exime de
responsabilidad a los sujetos.
Pero de dónde le vienen estas significaciones al vocablo en cuestión. Su
etimología no nos dirá nada, al menos directamente: significa algo así como
“canto de macho cabrío”, que tiene que ver con algunos rituales de la
Grecia antigua y ésta sí tiene que ver y mucho con nuestra palabra. Alguna vez “tragedia” fue nada más (y
nada menos) que el nombre de un género teatral caracterizado por tener un tono
grave, serio, con personajes importantes de discursos solemnes a los que les
ocurrían terribles desgracias. Pero no nos convoca tanto caracterizar al género
en sí como la necesidad de explicación de la progresiva carga semántica de la
palabra que llegó a querer decir, por extensión respecto del contenido de estas
obras teatrales, lo que previamente comentamos.
En
efecto, la denotación de negatividad, de desgracia, de dolor, de infortunio,
etc., está presente en la casi totalidad de las obras trágicas conservadas, pongamos
por caso La Orestíada, Edipo Rey, o Medea, para poner un ejemplo de cada uno de
los tres grandes cultores del género en el siglo V a.C. Orestes es
perseguido infatigablemente por las Erinias (diosas vengadoras) por donde
quiera que vaya, tras el asesinato de su padre; Edipo mata a su padre, se casa
con su madre, procrea con ella, se arranca los ojos, lo destierran... y Medea
mata a sus propios hijos por el despecho amoroso de Jasón. El tema de la
muerte, de lo horroroso, de lo terrible (que inspira terror), de la desgracia
en un grado extremo, en fin, forma parte de lo esperable en cualquiera de las
tragedias griegas.
Por otro
lado, el haber sido gestadas estas obras en una cultura religiosa, respetuosa y
temerosa de las fuerzas superiores, dio a la tragedia el condimento de la
impotencia humana frente a la potencia divina, que no aparece encarnada pero
que se manifiesta en el círculo humano con toda su inexorabilidad. Orestes es
perseguido por unas diosas incansables que vengan al matador; Edipo no hace
otra cosa que cumplir con una prefijación fatal (es decir con su destino) ni
siquiera de los dioses, que a ella también obedecen; y Medea sucumbe a una
pasión que por extrema parece fuera de control, no humana, bestial que, a la
vez, responde al desprecio amoroso de un Jasón que también sucumbe ante lo
irremediable del amor (por otra).
En fin;
la tragedia griega en la mayoría de los
casos pone a los hombres como juguetes del destino, marionetas indefensas de la divinidad, del más allá, de la
trascendencia. Esto mismo da como corolario un hombre más o menos
irresponsable de su destino, impotente ante el mal que lo acosa y lo derrumba.
Los hombres, en la mayoría de los casos, aparecen, en definitiva, inocentes,
puesto que sujetos a lo dispuesto por lo Otro.
Esta
constelación de episodios, fuerzas, valores y pensamientos han forjado una
significación que le ha sido transferida a la palabra con la que se nombraba al
género dramático en donde esto ocurría.
Pero
hay una significación más, que a veces, creo yo ligeramente, se considera
esencial o elemental en el género, que se ha dado en llamar situación trágica. Liviana o no para
caracterizar a la tragedia, es bien interesante y rica para pensar buena parte
de nuestra literatura. La situación
trágica es aquel estado en que al sujeto se le presentan dos o más opciones,
cualquiera de las cuales culminan en
desgracia. Es una situación fatal, sin salida, cerrada a lo bueno,
terriblemente pesimista. Antígona debe elegir entre ser enterrada viva o dejar
errar a la querida alma de su hermano sin descanso por toda la eternidad. A o B
son opciones y se debe elegir, pero ambas terminan mal.
El tema es
tan apasionante como vasto y complejo, y confuso también si no nos detenemos a
diferenciar las numerosas situaciones o estados a los cuales puede aplicarse el
concepto de trágico. Veámoslo encarnado o representado en obras literarias.
El
destino trágico
Pensemos en la historia de Edipo. Su
historia es trágica por infeliz pero sobre todo por preconcebida e inexorable.
Edipo está condenado por fuerzas que lo trascienden (a él y a los dioses) a
cometer los más atroces delitos. Y a la carga de tragicidad se le suma la de
patetismo si pensamos que todo lo que para él va siendo novedad, para el
lector-espectador, realización de previas revelaciones. Ya todo está escrito,
sí, pero también está publicado. Los dioses se limitan a revelarlo si a
ellos se acude. Pero no lo evitan ni podrían hacerlo. Más allá de ellos las
Parcas, las Moiras, el Hado, lo ha dispuesto sin concesiones. La situación de
Edipo (y la de su familia, por supuesto) es
a lo que podemos llamar destino trágico: una realidad prediseñada, un
camino trazado por otros que
insobornablemente conduce a la ruina. El destino trágico supone la
existencia de un universo en el que haya sitio para la divinidad entendida como
algún tipo de trascendencia. El yo lírico de Yupanqui, por otra parte, pretende
explicarle a su amada el por qué de su partida. No es decisión, no es capricho,
no es patria de la voluntad: “es mi destino/ piedra y camino”. Hay un más allá (llámese como se llame) que
aprieta y arrastra. Esto, que podría tentarnos a llamar vocación, parece
tener un cariz más religioso, más divino. Y ello se ilumina con los siguientes
versos: “de un sueño lejano y bello, viday/ soy peregrino”. Notemos que aquí
conviven dos sentidos: el del sueño, que entendemos más terrenal, y el de la
peregrinación hacia lo buscado, que recubre de religiosidad (que no de
religión) la aventura. Aunque no nos detendremos, dejemos dicho que entre Edipo
y el sujeto yupanquiano hay una sustancial diferencia que radica en la tragedia
más social o colectiva de Edipo (no sólo condena al pueblo de Tebas sino que
toda su familia, incluso por generaciones, se ve envuelta en este destino
trágico) frente a la individualidad (soledad, incluso) del peregrino.
Lo
social-trágico
Hay una forma más terrena de estar
“predestinado” (acá las comillas son fundamentales).La Juliana, la protagonista
“muda” de “La intrusa”, el relato de Borges, termina asesinada por una de sus
parejas-amos, el mayor de los hermanos Nielsen, Cristián. El narrador mismo se
encarga de introducir el término de “tragedia”, aunque refiriéndose a otra
cosa. Pero a nosotros nos interesa hablar de lo social-trágico, por darle
algún nombre a los fines organizativos y expositivos. La Juliana,
pensamos, claro, con los hechos consumados, no podría haber salido de otra
manera de la casa de los Nielsen, ni de la vida. (Obviemos los reparos que podamos
tener sobre este caso, o cualquier otro, porque esta categoría puede servir
para pensar otras situaciones en las que se dé o no, como dispositivo de
lectura, quiero decir). Habiendo nacido en un suburbio del Buenos Aires del
900, poblado de compadritos, en un desamparo familiar (a juzgar por las
omisiones y/o por la falta de intervenciones familiares), nacida en la pobreza,
digamos que su predisposición (para no ser deterministas) es a los finales
infelices. La Juliana parece entregarse solamente a una realidad que
no eligió y que la condena. En Francia, a
fines del siglo XIX se gestó un tipo de literatura, y por ende un tipo de concepción del mundo (o
viceversa) llamada naturalista. Uno de sus rasgos definitorios era
el determinismo social. Naná, la
protagonista del libro homónimo de Emile Zolá, pionero y principal cultor de
esta literatura, es, antes que una prostituta, una mujer apetecible y burlona,
una inescrupulosa y libertina parisina, antes que todo eso, Naná es una chica pobre. Naná podrá vivir transitoriamente en palacetes
con señoras a su despótico servicio, explotando hombres, pletórica de placeres, pero terminará como
empezó. O mejor dicho, peor. Naná
termina en la ruina absoluta, económica, afectiva, moral, porque su ADN (la
metáfora genética es a los fines enfáticos) social así lo marcaba. Estamos frente a una mirada pesimista,
determinista y opuesta a una mirada radicalmente marxista del asunto.
Naná, ni Juliana, pueden sublevarse contra las fuerzas sociales que las
pusieron allí para siempre, fatal, trágicamente. Hace un par de años hubo en
Argentina una suerte de reedición de esta mirada en el cine con el llamado
“nuevo cine” de los 90’, 2000. Pienso, sobre todo, en una película llamada
“El cielito” en el que el protagonista se pasa la película huyendo de una
realidad de desamparo social pero se embarra progresivamente hasta terminar
muriendo víctima de su necesidad de salir, es decir, del robo. Una sutileza: el
personaje muere, nuevamente, cae, en medio de la huida.
El
deseo trágico (o la vocación)
Si volvemos a
Yupanqui, podemos afinar el análisis. Tanto “Viene clareando”, como “La añera”
o la precitada “Piedra y camino”, nos enfrentan a un sujeto con una exagerada y
dolorosa vocación: el camino. Necesitaremos darle una limpieza etimológica a la
palabra “vocación” para darle realce a su sentido más fuerte. Viene
de vocare, del latín, llamar. Es decir que la vocación no es una decisión,
sino la respuesta a un llamado. Por
supuesto que cabe la pregunta de quién llama. Y, desde una postura religiosa,
diríamos Dios, o la interioridad (que también en este caso es Dios). Pero desde
una postura, por ejemplo, más psicoanalítica, diríamos que esa voz más que
llamado es una orden, un mandato. Y no viene de adentro, o sí, pero porque
antes vino de afuera. Pero estas son divagaciones en las que no entraremos.
Yupanqui cuando dice “malaya mi suerte tanto quererte, vidita/ y tenerte que
perder” o “de un sueño lejano y bello, viday/ soy peregrino”, y más claro aún:
“cuando se abandona el pago/ y se empieza a repechar/ tira el caballo adelante/
y el alma tira pa’ atrás” lo que dice es parafraseable como “soy objeto inerme
de un llamado al que no puedo desatender”. Claro que uno puede tener
la inclinación a la trivialización. Pero si no caemos en ella, en beneficio de
la riqueza del texto, leeremos esos versos como la verbalización de una condena
(feliz puesto que bella), de una fatalidad, que parece menos divina que del
orden del deseo (entendido como fuerza o impulso interior ajeno a la voluntad).
La teatralización del caballo y el alma para representar estas fuerzas opuestas
que martirizan al sujeto es sorprendentemente poderosa. Hay un sueño al que se
va inexcusablemente pero que duele, también inevitablemente. Prefiero la
palabra “sino” a la de “destino” a menos que podamos abstraernos de (o
suspender) las connotaciones religiosas del concepto. Hablamos entonces
de sino trágico. Entiéndase la diferencia. Edipo es juguete de los hados
infaustos, el sujeto yupanquiano, de un sueño, de un deseo, de un llamado, no
por terreno menos despótico o poderoso. Uno responde (“alegremente sangrando”)
a sus entrañas; el otro a un dios despiadado.
Lo
trágico ontológico
Y para encarar la siguiente categoría
nos valdremos de la oposición con lo anteriormente expuesto. El nudo de la
diferencia es el pronombre posesivo de Yupanqui: “es mi destino...”. El
posesivo marca la parcialidad del destino, su carácter exclusivo, individual.
“Malaya mi suerte...”, sin ir por la de otros. Rubén Darío dice en
“Lo fatal”: “dichoso el árbol que es apenas sensitivo...” que opone al “dolor
de ser vivo”, a “la vida conciente”, etc. y pluraliza “conocemos, sospechamos,
venimos, vamos”, todo lo cual nos hace pensar sin duda que el hombre
atormentado no es un hombre, sino el hombre, en su sentido
antropológico. Se trata de
una concepción trágica de la
existencia. Lo trágico es aquí lo
triste, lo desgraciado, lo infeliz y, a jugar por el título, lo fatal. Es así y
no puede ser de otra manera porque es un destino colectivo, tan colectivo que
lo padecemos por el sólo hecho de ser humano. Es lo trágico-ontológico. Es
decir que no está ligado a lo contingente, a las condiciones en las que se
viva, al azar, etc., sino que es necesariamente así. Lo fatal no es haber nacido en la marginalidad social, ni poseer un
sueño condenatorio, ni haber nacido para matar a tu padre y casarte con tu
madre, sino solamente haber nacido, ser, existir, pertenecer a la triste raza
humana. Una visión personal (tremendamente pesimista) de lo impersonal.
El
amor trágico
Para algunas concepciones del amor, no
sólo de la muerte no se vuelve. El múltiple Shakespeare dejó constancia de ello
en la reedición teatral de un motivo tradicional que el dramaturgo
universalizó. Romeo no elige enamorarse
de Julieta, ni tarda más de un minuto. A Julieta le ocurre lo mismo. Y acá e verbo no es ocioso. Le ocurre. El amor ocurre, sucede,
pasa, acontece. A partir de ahí, él manda. Pero son dos los puntos que se conjugan para dar el resultado trágico.
Primero el carácter inobjetable del amor, su imperio absoluto, su flechazo
justo (el amor, pensemos en Cupido, viene de afuera, no de adentro; y nace, no
se hace). Esto bien podría dar como fruto un amor correspondido y feliz, pero
eso que en el corazón goza, es ilícito en la sociedad. La fatalidad del
impulso conjugado con la férrea prohibición da como resultado esperable la
muerte. La disputa no es de los Montesco contra los Capuleto. La verdadera batalla se libra entre Romeo y
Montesco, entre Julieta y Capuleto. Entre el nombre y el apellido, digamos.
Entre lo individual y lo social. Un
caso similar, entre tantos, se puede encontrar en Camila, de María Luisa
Bemberg. Otro amor correspondido e ineludible y otra prohibición social. Aquí
la moral y el deseo libran una primera batalla en la que Ladislao sigue
torturándose hasta el final. Luego la sociedad castiga con la muerte lo que la conciencia había castigado con la
culpa. “A tu lado Camila”, las últimas palabras del fusilado Ladislao López
para la también fusilada Camila O’ Gorman, hermana esta ficción con la de
Shakespeare y sugieren un “amor hasta la muerte” o, incluso un “amor después de
la muerte”. Pero el inicio gozoso de estas historias, esto es, el placer
concedido por la realidad, le fue negado al torturado Werter en Las
desventuras del joven Werter, de Wolfgang Von Goethe. Me refiero a la correspondencia
amorosa. Werther se enamora ni más ni menos que de una histérica y ya se sabe
lo que resulta, fatalmente, de un romántico y una histérica. Werther se suicida
y uno podría pensar que esto no es una fatalidad. Habría otras salidas. Pero,
justamente, uno podría pensarlo, no él. Cada época, cada sitio, cada
hombre, poseen su sensibilidad, sus inclinaciones, sus impulsos, etc. Y en la
manera de vivir de la criatura de Goethe (romántico él), morir era el único
camino. No había alternativa. La vida carece de sentido sin Charlotte, piensa
el joven; no puedo arrastrar una vida que carezca de amor y de sentido. El
suicidio es la salida obligada. No hay destino, ni situación, pero el amor
ocurrió, irreparablemente, y el fracaso en su realización, su negación, es la
antesala de la muerte. El amor
trágico, es trágico porque es fatal, inapelable, fanático, irremediable, fruto
de una caprichosa flecha al corazón.
La
situación trágica
A comienzo de
estas páginas esbozamos otra manera de lo
trágico que llamamos situación trágica
que no es lo mismo que la definición de tragedia . Esta es la más extendida
de sus formas. Hay un noventa por ciento de las tragedias carecen de dicha
situación y el restante diez por ciento parece insuficiente para ser definitorio
de un género. Pero no por ello carece de interés y de belleza. Antígona de
Sófocles, parece ser el caso más contundente. Ella debe elegir entre dos
posibilidades, cualquiera de las cuales la conducirá a la ruina (en un caso,
moral; en el otro, física). Sus dos hermanos Etéocles y Polinices se han
enfrentado en una batalla y ambos han resultado muertos. El primero ha luchado
por Tebas, el segundo en su contra. El tirano Creonte ha prohibido que se
enterrase al traidor. La piadosa Antígona no puede dejar que el alma de su
infortunado hermano (antes que un guerrero era su hermano) vague eternamente y
sin descanso sin arribar al mundo de los muertos. Creonte ha prometido la
muerte para quien entierre al ofensor. Antígona no lo duda. Entierra a su
hermano y muere salvajemente. No lo duda pero toda la obra transcurre entre
esos los dos momentos de la muerte y del entierro. Es decir que la obra es
tensión pura, batalla verbal frente a Creonte, moral frente a su hermana,
metafísica frente a los dioses. No hay “duda trágica” (en todo caso, la
vacilación podría verse levemente en su hermana Ismena), hay una situación, una posición del sujeto, que fatalmente termina mal.
Aquí, a diferencia de Edipo, sí hay margen para la decisión humana, aunque ésta
sea indeseable. Esta situación está impecablemente trasladada al juego del
ajedrez por Rodolfo Walsh en “Zugzwang”, nombre del cuento y de la jugada
“trágica”, sin salida. Casi todos los personajes pasan por esta situación y dos
de ellos (Laurenzi y Aguirre) lo hacen en los dos planos del juego y de la
vida.
El
azar trágico o la fatalidad
Gabriel García Márquez ideó un texto
que tiene mucho de tragedia griega. Esto es, una ficción en la que ya lo
sustancial es conocido de antemano y eso sustancial es, entre otras cosas, una
muerte. Lo anunció provocadora, juguetonamente en el título: Crónica de
una muerte anunciada. Hay algo menos de lo que preocuparse. En el título se nos
anuncia una muerte y en el primer párrafo se nos revela la identidad del
muerto. Pero al haber algo menos que atender, hay mucho más que atender: quién,
por qué, cuándo, para qué. El blanco no se omite, se corre. Los griegos al
asistir a una representación también sabían lo fundamental de la historia. El
valor lo daba el artista en las lecturas que proponía de un material conocido
por todos. Pero no es aquí donde quiero centrarme. Lo que me convoca a citar el
texto es el modo en el que ocurren las
cosas. Santiago Nasar es finalmente asesinado, pero el pueblo y, sobre
todo, sus propios asesinos, hacen lo imposible porque ello no ocurra. Santiago
más que dos matadores tiene un solo matador: el azar. Una cadena de casualidades sucede hasta el extremo mismo de la
inverosimilitud (astutamente el narrador
comenta que de no haber sido realidad hubiera sido increíble) para que por fin
el designio de su muerte se cumpla.
Y acá es donde leo yo lo trágico. Porque
su muerte está casi fuera de cualquier voluntad. Increíblemente todos quieren
que Santiago no muera (y más que nadie el lector, cuya esperanza late sin
fundamento hasta el final) excepto el azar. Su muerte es trágica porque
es ajena a toda voluntad. Su muerte
es producto de un azar trágico. Diríamos, más prosaicamente, que
Santiago es descuartizado bestialmente porque tuvo mala suerte. Ángela lo
inculpó a ciegas, los hermanos se vieron familiarmente obligados a vengarla,
sus amigos lo creían a salvo, su empleada no le leyó la advertencia que habían
dejado bajo su puerta y hasta su propia madre le cerró la puerta para que se
salvara sin saber que lo dejaba sin salida ante los desnudos cuchillos de los
hermanos carniceros, a quienes no les quedó otra que matarlo. Las
responsabilidades son tan parciales, tan blandas, tan diluidas, que casi no las
hay. El hecho de que el lector lo sepa de antemano hace pensar (sin más motivos
que los que nos da la pericia de la construcción formal de la obra) en un
destino, una predestinación. Pero esto resiste, creo yo, cualquier lectura
desapasionada de la novela. Claro que uno podría hacer una lectura más
rebuscada y llevarla por el lado de la búsqueda inconciente de la muerte (como
alguna psicoanalista lo quiso para el Mersault de El extranjero) pero esto
correspondería a una lectura freudiana en la que no vamos a decaer.
El
error trágico
Pero,
para seguir con la novela de García Márquez, la desgracia no se explica del
todo por la sucesión de casualidades. Cuando Santiago por fin está llegando a su
salvación, a la puerta de su casa, su madre, Plácida Linero, que había
confesado que Santiago “fue el hombre de mi vida”, por error, le cierra la
puerta, en los dos sentidos, y Nazar queda a disposición de los cuchillos
carniceros que ya no tuvieron más escapatoria que matarlo. Es el error, la
acción mal hecha sin intención la que provoca la muerte. El error se vuelve más
terrible cuanto más lejanas son sus consecuencias a las deseadas por el
responsable involuntario (el homicida culposo) del crimen. El error trágico más
célebre de la literatura occidental creció en sus orígenes. Teseo promete a su
padre Egeo, rey de Atenas, cambiar las velas de luto por otras blancas si es
que resulta vencedor del temible minotauro en Creta. El héroe se distrae, se
olvida, el padre mira desde un acantilado, entiende (mal) que su hijo ha muerto
en la misión y se arroja al mar que desde entonces toma su nombre.
El
error trágico, como la fatalidad o azar trágico pone al hombre en un estado de
desprotección, de precariedad, de indefensión ya no frente a potencias
volitivas superiores sino frente a sus límites, a sus impotencias, a su
pequeñez. Tanto Plácida Linero (que “mata” a un hijo) como Teseo (que “mata” a
su padre) son protagonistas-testigos de la discapacidad, de la falla, de la
tara (me hubiera soplado el gran Báñez) de todo hombre.
Conclusión
Sin lugar a
dudas, lo trágico es, además de un tema aparentemente universal, un poderoso
dispositivo de lectura, ya que atraviesa, de una u otra manera, gran parte de
nuestra literatura. Quizá porque atraviesa gran parte de nuestra vida. Pero más
quizá porque hay una tragedia fundamental. En el extraordinario relato breve
“El gesto de la muerte”, recopilado por Borges, Ocampo y Bioy, el jardinero del
rey va a pedirle desesperadamente a éste que le preste sus caballos porque ha
visto a la muerte esa mañana, quien lo ha amenazado, y quiere huir lejos hasta
Ispahan. El rey le presta los caballos y el jardinero huye. Esa tarde, el
propio rey encuentra a la muerte y le pregunta por qué le había hecho un gesto
de amenaza a su jardinero, a lo que la muerte le respondió que no había sido de
amenaza sino de sorpresa puesto que no estaba en Ispahan, donde debía
encontrarlo aquella noche para llevarlo.
La vida es
trágica porque, como dijo alguien a quien llamaremos una vez más Borges,
siempre termina mal porque termina en la muerte. Pero más trágica es, más
patética, porque todos huimos denodada, candorosamente, todos los días de
nuestras vidas, rumbo a Ispahan.